MAXIMILIANO GUERRA

Nacido el 5 de mayo de 1967 en el domicilio de la calle Bulnes 983, Maximiliano es un auténtico hijo del barrio, pues fue al Jardín de Infantes del Colegio de la Inmaculada Concepción, de Sadi Carnot 563 (ahora Mario Bravo), a la escuela de educación primaria Florencio Balcarce, de Francisco Acuña de Figueroa 850, luego a la escuela República de Irán, y por fin, al Mariano Acosta.
Cuando su hermana mayor Valeria tomaba clases de danza, con tan sólo 9 años de edad, Maximiliano, de 8 años, la acompañaba y, casi por contagio o sin querer, fue descubriendo e imponiéndose de su verdadera vocación, que, poco a poco, y con el correr de los años fue dejando al margen su sueño infantil de llegar a ser jugador de fútbol, nada menos que en River Plate, el club de sus amores.
El destino lo fue llevando, aunque no niego que los genes heredados de su padre puedan haber influido en sus inicios, como también se manifestaron en sus hermanas, que siguieron igual dirección artística. Esa predisposición llevó a Maximiliano, a los 9 años, a estudiar en los cursos de danza que se dictan en el Teatro Colón de Buenos Aires, los cuales tienen en general una duración de ocho años; pero, si el alumno muestra relevantes condiciones, como en este caso mi hijo, lo van incorporando con prudencia a los cuerpos estables del teatro.
Así se fue moldeando la figura de primer bailarín que hoy tiene fama mundial y que ya a los 14 años obtuviera su primer halago con el premio Trujillo con que fuera honrado. En estos momentos está radicado en la ciudad de Milán, Italia, porque pertenece al cuerpo estable de la Scala, así como antes había integrado el ballet nacional inglés o de la Ópera de Berlín, pero en definitiva su destino es viajar permanentemente por todo el mundo, cumpliendo distintos compromisos y respetando los contratos firmados.
No obstante ello, no olvida su Almagro, porque cuando se presenta la ocasión lo primero que hace es visitarme recorriendo afectos, los mismos que le depara esta casa de la calle Guardia Vieja, y lo segundo, aferrado a sus raíces, volver a las fuentes, como, por ejemplo, la última vez que vino, acompañando al Ballet ruso, llevó a todos sus componentes a bailar tangos al Club Almagro, porque, según dijo, allí se baila el "tango auténtico", sin revolear las piernas sino con pasos a ras del piso de la pista, en un metro cuadrado, al mejor estilo Virulazo.
Para reafirmar su condición de almagrense, digamos que tomó su primera comunión en la parroquia Santa María Magdalena de Betania, aquí a la vuelta, en Medrano 752.

Reportaje realizado al Sr. Padre de Maximiliano Guerra.
Fuente: Almagro en sus calles.
Autor: Omar Pedro Granelli



REPORTAJE APARECIDO EN DIARIO CLARÍN
Maximiliano Guerra, considerado uno de los cinco mejores bailarines del mundo, nació en Mataderos el 5 de mayo de 1967, pero se crió y creció en Almagro. Tras cursar sus estudios en el Instituto Superior de Arte del Colón, inició su trayectoria internacional en 1988. Fue primer bailarín del English National Ballet y de la Deutsche Oper de Berlín. En 1992, comenzó a bailar en el Teatro Alla Scala de Milán, ciudad en la que sigue viviendo. A fines de 1999 creó el Ballet del Mercosur, del que es director artístico, e inició una gira nacional con la producción integral de La Sylphide. En diciembre del año pasado, hizo la coreografía de Don Quijote, en la Opera de Sttutgart.
- ¿Seguís la situación argentina desde Europa?
- Casi siempre leo Clarín por Internet. Y además, hablo con familiares y amigos. Desde afuera, todo te da mucha más impotencia, porque no podés hacer nada por ayudar a la gente que querés.
- ¿Por qué elegiste hacer una coreografía como By Pass? ¿La muerte de René Favaloro te parece una metáfora del país?
- Absolutamente. Es un ejemplo más de la indiferencia total de los que mandan en la Argentina. Si Favaloro hubiera decidido vivir en los Estados Unidos, habría tenido más dinero, más reconocimiento oficial y menos problemas. Pero decidió quedarse acá. Su muerte, con un balazo en el corazón, nos dejó un gran signo de pregunta.
- Ustedes viajan con una alcancía de la Fundación Favaloro para recaudar fondos y van a hacer presentaciones a beneficio en el teatro Cervantes...
- Sí, pero quiero decir que, en vez de apretar a la gente, la clase política debería apretar a los que tienen el poder económico. Ya que esos tipos no pagan impuestos, que al menos sean obligados a hacer algún aporte benéfico.
- ¿Hasta cuándo vas a bailar?
- Hasta que sienta que puedo mantener el nivel que quiero. No tengo una fecha predeterminada.
- ¿Qué soñás hacer después?
- Quiero jugar un partido de fútbol. Yo, de chiquito, jugaba en River. Tal vez, también haría algo de noche: soy medio murciélago. Me gustaría, por ejemplo, dedicarme a la música.

DE GIRA CON MAXIMILIANO GUERRA
"La danza es también anarquía"

Clarín compartió con el bailarín un tramo de su extensa gira nacional con el Ballet del Mercosur, que dirige. Aquí, anécdotas de viaje y sus reflexiones sobre el baile, el poder, el país y su futuro.
Son las cinco y diez. Habíamos quedado en que arrancábamos a las cinco. No quiero que vuelva a ocurrir. ¿Estamos??
Tras arengar a los quince bailarines del Ballet del Mercosur, Maximiliano Guerra se recuesta en el primer asiento del micro de dos pisos que va devorando el asfalto de la ruta nacional 168. Pegada en el parabrisas, hay una hoja de carpeta con un dibujo de Micaela, su hija de siete años, que se quedó en un hotel santafesino con su mamá Sandra. En las ventanillas, se suceden la llanura, parrillas ruteras, puestos con surubíes, dorados y bogas pendiendo de cuerdas. A los 34 años, Guerra parece menos un bailarín de ballet que una estrella del heavy metal: usa remera, gorra y anteojos negros, cinturón con tachas; toma agua del pico de una botella y estira las piernas hasta que las suelas de sus borceguíes casi tocan el vidrio. Mientras suena Era en abril y él tararea, la tropa se distiende a sus espaldas: algunos se maquillan, otros duermen; dos o tres parejitas se besan desparramadas en los asientos. Nada perturba, ahora, al capitán de la nave que pone proa a Entre Ríos.
"No les prohibo que tengan relaciones sexuales en la noche previa a una función. Salvo que alguno se descontrolara y no le dieran las piernas al llegar al escenario. Simplemente, les marco si suben de peso, les prohibo tomar alcohol a los menores y trato de que no se escapen a algún boliche a la noche, aunque sé que algunos lo hicieron. Creo en la vida natural, en la no represión: la danza es también anarquía", asegura Guerra, que fuma y come en abundancia, y toma cerveza después de las funciones. Sus colegas se sorprenden de que no engorde. "Sólo trato de no comer cosas pesadas. Una vez comí chivito y al día siguiente bailé con el hígado en la oreja", recuerda. Varios bailarines, la mayoría chicos del interior que oscilan entre los 17 y los 23 años, miran fotos de las once presentaciones en Italia, primera etapa de la gira iniciada el 23 de julio en Roma. El micro -con fotos gigantes del bailarín en la carrocería- se interna en el túnel subfluvial: "Soy muy estricto sólo cuando tengo que serlo", dice Guerra. Pero su voz es apenas audible a lo largo de esos 3.000 metros por debajo del río Paraná.
Una hora después, la gente saluda a la mole de metal que se abre paso entre las ramas con la torpeza de un animal prehistórico: el centro de Paraná tiene calles angostas y árboles enormes. Son las 18.15: los técnicos llevan una eternidad preparando el escenario del Teatro 3 de Febrero. Llegaron a la madrugada: instalaron 3.500 kilos de piso de madera y 800 kilos de tapete de goma. Ahora, se saludan con los bailarines y prueban la iluminación, mientras Guerra, director del ballet, debe ir al trote hasta una conferencia de prensa a dos cuadras. Al llegar, se sienta en un sofá y habla con cortesía. "Los artistas tenemos la obligación de entretener. Por algo en inglés se nos llama entretenedores. Eso no quiere decir que debamos evitar el compromiso social, la crítica o la protesta. Ojalá que los políticos vieran lo que pasa más allá de la General Paz".
Diez minutos más tarde, corre otra vez hacia el teatro, escoltado por custodios que se burlan por lo bajo de los bailarines homosexuales. En la calle, muchos lo reconocen y se suman a la vertiginosa procesión al grito de "Maxi, Maxi". Pronto se forma un trencito con el bailarín como locomotora, seguido por los guardaespaldas, el fotógrafo, los cazadores de autógrafos y el cronista de Clarín. En el teatro, fundado en 1852 y refundado en 1908, los chicos ensayan con la maestra de baile, Gabriela Pucci, y con el asistente de dirección, Mario Silva. Una bandada de murciélagos chilla y revolotea entre los reflectores, los telones y varios afiches sepia que recuerdan las presentaciones de Margarita Xirgu y otras leyendas sobre ese escenario.
Guerra abre una puerta descascarada y entra en su camarín: una salita color salmón, iluminada por una bombita de 75 watts. La silla cruje al sostener, precariamente, sus 68 kilos. Sobre un antiguo escritorio de madera, hay un fragmento de espejo: la cara del artista, con un cigarrillo Marlboro entre los labios, se refleja en ese vidrio de bordes irregulares. En medio del humo, Guerra da una pitada, ofrece sandwiches de miga, abre su bolso y desparrama objetos. "Si no estoy en medio del quilombo me siento mal. Necesito personalizar los camarines. En Milán tengo uno propio, muy cómodo. Pero acá me siento mejor que en cualquier otro lado. Este teatro es hermoso", dice. Luego sale y toma el control del ensayo, de más de dos horas. "Apretá todo, hasta los dientes", le indica a una bailarina que se mantiene en equilibrio sobre las puntas de sus pies. "No hay que pensar, hay que hacer", le dice a otra. Los chicos parecen experimentar una respetuosa timidez ante el ídolo.
A las 21, minutos antes de que comience la función, el escenario es un territorio oscuro en el que se filtran la voz del presentador y los murmullos del público. Detrás del telón, los bailarines se mueven sobre un costado, junto a una cordillera de sillas, valijas, ventiladores y trastos viejos. Los técnicos dan indicaciones; los chicos elongan con nerviosismo. Alguien se cose el vestido a último momento, a la luz temblorosa de una linterna. Alguien grita: "Mucha mierda. Pongamos todo el corazón y estemos tranquilos". Guerra camina de un lado a otro, como un perro en día de caza. ¿Lo estará consumiendo la ansiedad? En realidad, busca un lugar donde tirar su chicle. Cuando ya suena la música de La Bayadera, levanta un papelito, arma un envoltorio y se lo entrega a un técnico.
Al salir a escena junto con la primera bailarina invitada, Marcela Goicochea, la platea estalla y la tertulia y el paraíso se vienen abajo. Ajenos a lo ocurrido con la manzana de Newton, Maximiliano y Marcela saltan y quedan suspendidos en el aire, mientras las esquirlas del sudor caen bajo el halo cónico de los reflectores. Hasta que ambos se retiran del escenario y, entre bambalinas, él se agazapa y comienza a gesticular como Marcelo Bielsa para dar indicaciones. "Es cierto que debo desdoblarme en las tareas de técnico, capitán y formador. Pero así lo siento mío: como si viera a mis hijos creciendo", dirá.
Pero ahora es el final de un espectáculo que duró dos horas y media. Los miem bros del ballet Mercosur sonrien y jadean, intentan llenarse los pulmones de oxígeno, se toman de las manos. Cuando se inclinan para saludar, la gente lanza rosas y bravos y pedidos de más bises. Las chicas aullan. El gritito agudo envuelve todo: "Olé, olé, olé, Maxi, Maxi". Cae el telón, pero persisten los alaridos. Los bailarines toman agua mineral. Algunos encienden cigarrillos o preguntan en qué ciudad se encuentran. En el hall principal, un piquete de más de cincuenta chicas y señoras corta el paso en espera del ídolo. "¡Uy, no es Maxi, qué mala suerte!", refunfuñan, cada vez que sale un desconocido. Hasta que, finalmente, aparece Guerra y se genera una montonera histérica. El torbellino femenino envuelve al bailarín y lo arrastra en una danza extraña.
"Esto es lo que llamo una fantasía real -explica Guerra, apenas se libra de la cárcel de anhelos y trepa al micro-. El personaje que soy al bailar tiene que ver conmigo, aunque no del todo. Me gusta seducir y ser seducido en el escenario. Me gusta recibir cariño y firmar autógrafos, y pensar que lo logro con mi cuerpo y mis sentimientos. Todo hombre tiene la fantasía de que decenas de mujeres le griten y lo aprieten para darle un beso". Cuando se le pregunta por su esposa, que lo espera en un hotel de Santa Fe, contesta: "Eso es una ventaja, porque te hace bajar. Si no, empezarías una vida promiscua y te reventarías mal. Ella es mi cable a tierra".
En el viaje de vuelta a Santa Fe, los bailarines parecen tan excitados como en un viaje de egresados. Primero imitan, con tono afeminado, el cantito de las fanáticas de "Maxi". Después, uno de ellos interpreta Estoy saliendo con un chabón entre palmas y risas. Guerra le ordena al chofer que ponga Giros, de Fito Páez. Pero los chicos silban y piden a los Redondos. "El jefe" concede, apenas, Clics Modernos, de Charly García. "Es que terminás de bailar sobreexcitado, con la adrenalina a mil. Funcionás enchufado a 240 y después te lo tenés que bancar. Bajar de eso es muy difícil, lleva su tiempo", explica Guerra.
El micro avanza, penetrando la noche con la luz de sus focos. En Santa Fe, el grupo cenará y dormirá unas pocas horas. Mañana, los 29 miembros de la compañía deberán levantarse a las cuatro de la madrugada para viajar, repartidos en el micro y el camión, hacia Concordia, Entre Ríos. "A veces no sé ni dónde estoy. Hace poco, hablaba con Sandra por teléfono y me preguntó desde dónde la había llamado. No supe responderle. Pero esta vida es linda, yo la disfruto mucho", dice Guerra, antes de perderse con el Ballet del Mercosur en la oscuridad de las rutas argentinas.

Fuente: diario Clarín 18 de agosto de 2001
MIGUEL FRIAS. Enviado especial